Existe una historia célebre, de esas que se susurran junto al fuego, sobre un grupo de criaturas fantásticas que emprenden un viaje para arrojar un anillo poderoso y maldito al corazón ardiente de un volcán, con el fin de que sus llamas lo devoren para siempre. ¿Te suena?
Pues este relato cuenta otra historia. La de otro anillo, igual de oscuro y seductor. Y la de una loba que tuvo que atravesar su propio infierno para liberarse de él.
Durante años, aquel anillo brilló en uno de sus dedos. Lo halló huérfano, sin dueño, y lo reclamó con rapidez, antes de que nadie se le adelantara. Era una joya tentadora, codiciada, luminosa como el oro. Lo llamaban “el Poder de Riviald”. Con él puesto, la loba se sentía segura, protegida, amada, completa… incluso respetada en su clan. Pero si se lo quitaba, aunque fuera un instante, el anillo desataba todas sus sombras ancestrales. Sin él, se sentía sola, marginada, pequeña, vulnerable… y el dolor era tan profundo que volvía a ceñírselo de inmediato. Entonces el espejismo regresaba, bañándolo todo en una falsa calma. Sí… falsa, porque la loba —aunque se subestimaba— era astuta, y pronto percibió que algo no encajaba. El anillo, en silencio, había comenzado a enraizarse en su cuerpo con hebras negras que le robaban su fuerza, mientras apresaban su corazón. Se alimentaba de lo que más la hería: su falta de amor propio.
Llegó un momento en el que apenas podía respirar con el anillo puesto… pero al quitárselo, el vacío era tan abismal que le helaba los huesos. Un día, rota de dolor, cayó de rodillas, implorando claridad, y una voz surgió nítida desde su corazón oprimido:
—Lanza el anillo al volcán de Transmutación… o pronto serás un espectro triste y apagado.
El camino hasta Mordor estuvo plagado de monstruos, trampas y tentaciones de volver atrás. Sería materia para una trilogía entera, así que aquí te contaré solo dos pasajes…
Una de las pruebas más duras fue atravesar un desfiladero estrecho, custodiado por dos esfinges colosales. Para cruzar, debía demostrar que abandonaba todos sus miedos y debilidades, y, en el caso de las portadoras del anillo de Riviald, también la sensación de no estar completa sin él. Si intentaba avanzar arrastrando un solo miedo, las esfinges abrían los ojos y fulminaban a la viajera en un suspiro. El terror la paralizaba, todo le gritaba que se diera la vuelta. Pero con la poca fuerza que le quedaba, se sentó, cerró los ojos y descendió a su interior, buscando cada miedo para soltarlo. Cuando sintió que ya no quedaba ninguno, abrió los ojos, fijó la mirada en el horizonte y cruzó sin vacilar. Y, de pronto, se dio cuenta: había pasado indemne. Prueba superada.
Cuando por fin llegó al volcán, el anillo se rebeló, desplegando todas sus tretas para que ella no se lo quitara. Con un último aliento y un grito que desgarró el cielo, se lo arrancó y lo lanzó al fuego. Pero, en el instante final, una doncella surgió de la nada, lo atrapó al vuelo, se lo calzó en el dedo y huyó. La loba cayó al suelo, abatida. Todo había sido en vano. El anillo seguía vivo. Entre lágrimas de desesperación, se arrojó ella misma al volcán.
Las llamas devoraron las raíces negras, la piel reseca, las cicatrices antiguas… y de las cenizas de la vieja loba emergió otra, con alas inmensas y el fuego de la sabiduría en sus ojos: la mirada de quien ha descendido al infierno y ha regresado.
En los cuentos, aquí llegaría una escena luminosa, en un pueblo florido y en paz. Pero la verdad es que hay que emprender el camino de vuelta, enfrentarse de nuevo a retos y peligros. Sin embargo, cuando una loba ha renacido y porta alas, los obstáculos ya no hieren igual, ni asustan tanto, ni son tan difíciles de superar.
A todas las lobas y lobos que dudan de su poder innato.